lunes, 14 de julio de 2014

El Mártir


          Cuando te desvías por la primera salida de esa carretera al entrar a la Rioja, sigues por un camino que te lleva directo hacia las montañas, alejándote un poco del Ebro, y en muy poco tiempo llegas a una pequeña aldea mal señalizada de apenas unos cien habitantes. En uno de los caminos que salen del pueblo – simplemente hay que preguntárselo a los agricultores de por allí – puedes llegar a la casa de los Serrano. Se puede ver que es una casa de campo un poco más grande que las de alrededor, con una huerta extensa desde la que se adivinan los viñedos de más abajo. Aunque sigue un tanto apartado de las montañas, parece que ya estuvieras entre ellas, pues la casa está rodeada de pinos. No es una casa excesivamente impresionante. Es normal, pero la familia cuenta con una historia movida y que trata de olvidar.
          Hace unos años, el hijo más pequeño de los Serrano, Arturo, cumplía los veinte años. Desde pequeño, los padres habían detectado que tenía comportamientos peculiares y en ocasiones hablaba solo. Es cierto, pues, que Arturo no estaba bien, pero no debes hacer caso de los rumores que circulan por el pueblo que todo lo que han hecho ha sido hundir a la familia un poco más, si cabe. Pues bien, Arturo había nacido en una familia conocida desde hace muchos años del pueblo y tenía el futuro en el campo o en el pueblo. Desde que nació todos le adoraban, y ahora que cumplía veinte años muchos vecinos de la comarca habían venido a felicitarle y a pasar una tarde con la familia. En cuanto a la familia, una joya: hospitalarios, amables, agradables y solidarios; por ello eran tan apreciados por sus conocidos.
          Arturo no estaba bien. Estaba enfurecido y triste al mismo tiempo. Desde que era un adolescente comenzó a ir a la parroquia de manera habitual, y cada año iba más veces a la semana. Los monaguillos fueron los primeros en observar su carácter y hablaron con el cura sobre su presencia tan común. Un día cualquiera, el cura asistió con preocupación a casa de los Serrano para hablar con la familia. Preguntó si había muerto alguien recientemente, o si podía haber alguna razón que justificara la actitud del hijo. Los padres no conocían nada sobre las costumbres de Arturo y rechazaron las insinuaciones del párroco.
          Tras unas semanas en las que escuchaba los sibilantes rezos del muchacho, el cura decidió avanzar por su cuenta y le llamó para hablar con él. En este pueblo perdido, el párroco era el responsable de dar respuesta a este tipo de situaciones y orientar la actitud de aquellos que lo pedían. Pero Arturo no pedía nada. Los monaguillos tan solo oían desde la otra punta del templo algunas incongruencias y palabras inconexas que desembocaron en un grito de rabia. El cura se apartó rápidamente, pálido y sorprendido. Arturo salió corriendo de la parroquia y entró en su casa, desorientado. Se encerró en su cuarto y sollozaba. De vez en cuando llamaba a su madre y soltaba pequeños aullidos de dolor junto con frases incoherentes en las que hablaba sobre el miedo y los habitantes del pueblo. En dos días salió, agotado, de su habitación. Estaba demolido por haber dormido poco y haber comido muy poco. En un mes la familia recordaba el suceso con relativo sentido del humor.
          En su vigésimo cumpleaños, los vecinos se habían pasado por la casa, y el párroco aprovechó para hablar con los padres y los dos hermanos mayores sobre él. La familia, aunque lo ocultaba para no llamar la atención en el pueblo, era agnóstica y, de todos modos, escuchaba al hombre con cierta atención ya que asumían que se trataba de un acontecimiento puntual. A pesar de ello, Arturo comenzó a tener las mismas experiencias cada vez más a menudo y rompía ventanas de las casas de los vecinos, gritaba por la noche y se le vio una vez mordiendo el cuello de una gallina viva. Cada vez se descontrolaba más y los problemas comenzaron a aparecer.
          La familia trataba de pagar por los destrozos que originaba su hijo, pidiendo paciencia y ayuda a los vecinos. Pero estos, al contrario, habían comenzado a sentirse inquietos y enfadados con el joven. Unos grupos de vecinos amenazaron a la familia con capturar a Arturo y matarle si volvía a causar problemas en el pueblo. El pueblo afirmaba que Arturo era un peligro y que ya no era normal, con lo que le llamaron el Engendro. Los Serrano no tardaron mucho en encerrarle en el sótano de la casa, en el que le daban comida y agua y no le dejaban salir fuera. Aun así, consiguió huir de la familia que le mantenía prisionero para protegerle y huyó a la parroquia donde el cura le vio.
          Con compasión, este se acercó al joven y le tranquilizaba con palabras suaves y cariño. Él era el único que le quería del pueblo, y Arturo lo sabía. Durante su cautiverio, había estado gritando y hablando solo durante mucho tiempo, pero además había encontrado material para escribir y le entregó un conjunto de folios escritos al párroco, como aquel que entrega un manuscrito sagrado. En su cara se dibujaba una sonrisa relajada, pero sus ojos estaban muy abiertos y asustados, que le conferían un aspecto aterrador. Ya había anochecido y el cura le acompañó a un cuarto donde se dispuso a leer el texto. Arturo le miraba y le paró, asustado, antes de que comenzara a leer. Su mirada reflejaba angustia y horror. Empezó a susurrar con tensión y aullando de terror, temblando, cada vez más fuerte. El párroco no lo comprendía. Mirando el texto observó patrones numéricos que se repetían e imágenes de su cara y el pueblo, o más bien sus interpretaciones.
          En sus dibujos y esquemas se mostraba a os vecinos con las facciones desproporcionadas y los ojos muy abiertos. Había conjuntos de letras irreconocibles que se podían observar encima de los ciudadanos y dibujos de criaturas grotescas. El cura entonces observó que el cielo se comenzaba a iluminar. Saliendo a la calle para verlo mejor, observó que el campo estaba en llamas. Se giró horrorizado hacia Arturo y él se comenzaba a reír, con lágrimas en los ojos y gritando con miedo al mismo tiempo.
          Arturo no estaba loco. El pueblo le perseguía, él estaba dentro de su persecución. En su casa solo habitaban monstruos y en la parroquia había serpientes que trataban de atacarle si estaba desprevenido. En las casas la gente se había parado a mirarle y se convertían en escorpiones enormes y peludos que se precipitaban a un abismo que ocupaba lo que antes era la Plaza Mayor. La hierba se desvanecía y se convertía en agujas de jeringuillas con venenos letales y de la carretera salían ciclistas con ballestas dispuestos a torturarle.
          Entonces entraba en el campo incendiado de su casa y los alrededores, rociándose con un bote de gasolina y clavándose una navaja en los brazos para huir de ellos. Se decía a sí mismo que le adoraban, que le querían, que sus padres querían encerrarle para que nadie más pudiera ser feliz. Saliendo le entregaba la felicidad a la humanidad. Era un mártir. Un mártir de la alegría, del altruismo, de la humildad. Y no estaba solo. El cura y los monaguillos que estaban detrás también querían hacer lo mismo que él para encontrar la felicidad. Pero ya era tarde para verlo. Otro día, quizá. Mientras tanto, su hermano mayor volvía a entrar en casa.

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