Era
el típico pueblecito de la costa, vendido en los folletos turísticos
de las agencias de viajes como un lugar de grandísimo arraigo
marinero y de una interesantísima historia de conquistas y otras
situaciones bélicas. Ese tipo de pueblo que hace tiempo que ha
dejado la tradicional pesca para pescar turistas y que ha sustituido
las conocidas pescaderías por las nauseabundas tiendas de souvenirs.
Muchos de los habitantes se refugian en las casas que aún perduran
entre tanto revoltijo de apartamentos, bungalows e incluso pequeños
resorts hoteleros que parecen sacados de un Todo a Cien de decoración
ecléctica que confunde el Mediterráneo occidental con las islas de
la Polinesia.
Cabe
añadir que muchos de los pobladores que se ven machacados por el
continuo ajetreo de las calles en verano, el hacinamiento en las
playas y las calles aplastadas por las congestiones están un tanto
cansados de tanto jaleo.
Pero
este no es el caso de Pérez, que se pasa toda la tarde en un sofá
algo mugriento en una de las calles centrales. Pérez, que vivía con
su mujer, era el reflejo de la nueva población del pueblecito: gente
que le compra a los locales su casa (que huyen despavoridos del
alboroto) cuando tienen ventimuchos años para estar con su pareja
que si fiesta, piscina, playa, bohemia... en fin, de dejados de la
vida. Antes de que se enteren, los años pasan y se ven con cuarenta
años, un trabajo que creían que iba a ser temporal, durmiendo en
pantalones cortos encima del sofá viendo la tele y comiendo patatas
de bolsa y con una absoluta falta de voluntad para cambiar su
situación.
Sí,
ese era Pérez, al que se le habían venido las décadas encima y que
no se daba cuenta de que los años noventa ya habían quedado atrás.
En verano, se disfrazaba de pescador mientras servía cañas en uno
de los bares del pueblo, si había suerte. Si no, pues malvivía de
hacer el payaso en la calle durante las fiestas, de montar
castillos hinchables en las urbanizaciones de la zona o de lo que
pudiera comer durante un tiempo en el siglo XXI. Eso sí,
hay que reconocer que Pérez era un hombre feliz. Vivía contento, en
su mundo, apartado de la realidad, pero más que alegre. Su mujer, al
contrario, había aceptado tras unos cuantos años su vida tras no
poder ni querer hacer nada para dejar de hacer el ganso y buscar otro
modo de salir adelante. Se dedicaba a aprovechar cualquier ocasión
para ganar algo de calderilla y arreglar (si se podía) el pésimo
estado de la casa, leyendo revistas del corazón y, básicamente,
tratando de empujar hacia otro lado la prensa hidráulica que les
estaba chafando. Se pasaba por el supermercado en chanclas, camiseta
ancha y sombrero de paja, de esos que ponen el nombre de alguna
cerveza de propaganda, con un aspecto desaliñado y asimétrico.
Se
levantaban tarde, desayunaban un café aguado con galletas baratas,
comían sándwiches y patatas de bolsa y cenaban cualquier cosa que
quedara en la nevera, a horas bastante tempranas. Los vecinos,
comúnmente extranjeros y de alquiler, que durante las dos o tres
semanas que ronroneaban por el pueblo estarían tan despistados como
el matrimonio, también tenían durante un tiempo un horario
parecido, aunque sin trabajar. Está claro que Pérez y su mujer
vivían en una especie de vacaciones perpetuas, adormilados, sin
conocidos en el poblado estacional, sin amistades ni cosas que hacer
en los fines de semana. No se sentían solos, de todos modos. De
hecho sería sorprendente que sintieran algo aparte del deseo de
dormir, comer, dormir, comer... Todo un paraíso, ¿verdad? Una
utopía. Beberse una cerveza caliente de las que están en oferta con
un ventilador a máxima potencia desfigurándote la cara mientras ves
una telenovela en un televisor viejo, sucio y feo. Tampoco es que
hubiera nadie para juzgar su estilo de vida. La mesa del salón tenía
unos cuantos periódicos viejos, revistas con manchas de comida y
todo tipo de objetos varios: conchas, piedras, décimos de lotería,
papeletas de rifas de peluches de la feria, descuentos para comer en
locales de comida rápida, anuncios de muebles... No se identificaba
la mesa bajo todo ese estropicio.
Una
tarde, durante la última semana de agosto, Pérez se fue en
bicicleta hacia un acantilado que había muy cerca de la zona
urbanizada. Estuvo disfrutando de las vistas: las playas en las que
cada vez había menos gente, las gaviotas que no paraban de chillar y
revolotear alrededor del pequeño puerto, todos los turistas que
agarraban el volante para huir de aquel breve descanso de su rutina
para volver a su vida, su trabajo, su familia... Eran meros
desconocidos, que venían, se iban, formaban el grueso de la
población estival y a su paso no dejaban recuerdos, ni nombres, ni
nada. Todo se convertía en un sueño al volver en otoño. Los dueños
de los establecimientos hoteleros se frotaban las manos con ansiedad,
sin miedo a que los que permanecían en la localidad notaran ese
vacío de experiencias y de gente que abandonaba una vez que
recordaban la rutina – claro, que los pescadores que durante el
verano no eran más que maniquís y curiosidades para los turistas
volvían a sentirse libres.
Pero
Pérez no era pescador. Pérez ya no era nada, era un simple turista
al que se le había escapado el tren de vuelta, un mero destello de
lo que parecía un sueño pasajero. Él no se sentía libre, sino
solo. Estaba atado a un pueblo sin futuro, un nido de golondrina que
se rompía una vez que estas desaparecían durante una temporada. Él
se había convertido en un pirata sin barco, de capa caída, que ya
no podía volver al mar ni veía el horizonte más allá de la costa.
Por eso, una vez que saltó del acantilado para estrellarse contra
las rocas del fondo no murió. Su mujer no veía más lejos de la
bolsa de patatas y la lata de cerveza caliente de la mesa. El pueblo
permanecía imperturbable, tranquilo, pausado, atenuado por el ruido
de las olas.
Justo
antes de caer, extrajo de su bolsillo lo que parecía ser un trozo de
queso que se había quedado allí algún día de la semana. Lo
mordisqueó sin interés mientras se precipitaba hacia el abismo
mientras pensaba que se había dejado la bicicleta sin cadenas y que
cualquiera que pasaba la podría robar. ¡Menuda mala suerte! Tampoco
es que fuera de muy buena calidad. De hecho, estaba algo oxidada por
los años y la sal y la rueda de atrás estaba muy machacada. Sonrió,
recordando cómo había entrado en el quiosco de la plaza Barcelona y
cogió la revista del corazón con la que regalaban una gorra y salió
sin pagar. Claro que, pensaba mientras fruncía el ceño, no se había
leído la revista todavía y la gorra tampoco la había estrenado.
Tras perdonarse por ese desliz se repite que ya habrá tiempo para
todo eso, abriéndose la cabeza en dos con una de las grandes rocas
que sobresalían por encima del agua.
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