lunes, 14 de julio de 2014

Pérez

               Era el típico pueblecito de la costa, vendido en los folletos turísticos de las agencias de viajes como un lugar de grandísimo arraigo marinero y de una interesantísima historia de conquistas y otras situaciones bélicas. Ese tipo de pueblo que hace tiempo que ha dejado la tradicional pesca para pescar turistas y que ha sustituido las conocidas pescaderías por las nauseabundas tiendas de souvenirs. Muchos de los habitantes se refugian en las casas que aún perduran entre tanto revoltijo de apartamentos, bungalows e incluso pequeños resorts hoteleros que parecen sacados de un Todo a Cien de decoración ecléctica que confunde el Mediterráneo occidental con las islas de la Polinesia.
Cabe añadir que muchos de los pobladores que se ven machacados por el continuo ajetreo de las calles en verano, el hacinamiento en las playas y las calles aplastadas por las congestiones están un tanto cansados de tanto jaleo.
Pero este no es el caso de Pérez, que se pasa toda la tarde en un sofá algo mugriento en una de las calles centrales. Pérez, que vivía con su mujer, era el reflejo de la nueva población del pueblecito: gente que le compra a los locales su casa (que huyen despavoridos del alboroto) cuando tienen ventimuchos años para estar con su pareja que si fiesta, piscina, playa, bohemia... en fin, de dejados de la vida. Antes de que se enteren, los años pasan y se ven con cuarenta años, un trabajo que creían que iba a ser temporal, durmiendo en pantalones cortos encima del sofá viendo la tele y comiendo patatas de bolsa y con una absoluta falta de voluntad para cambiar su situación.
Sí, ese era Pérez, al que se le habían venido las décadas encima y que no se daba cuenta de que los años noventa ya habían quedado atrás. En verano, se disfrazaba de pescador mientras servía cañas en uno de los bares del pueblo, si había suerte. Si no, pues malvivía de hacer el payaso en la calle durante las fiestas, de montar castillos hinchables en las urbanizaciones de la zona o de lo que pudiera comer durante un tiempo en el siglo XXI. Eso sí, hay que reconocer que Pérez era un hombre feliz. Vivía contento, en su mundo, apartado de la realidad, pero más que alegre. Su mujer, al contrario, había aceptado tras unos cuantos años su vida tras no poder ni querer hacer nada para dejar de hacer el ganso y buscar otro modo de salir adelante. Se dedicaba a aprovechar cualquier ocasión para ganar algo de calderilla y arreglar (si se podía) el pésimo estado de la casa, leyendo revistas del corazón y, básicamente, tratando de empujar hacia otro lado la prensa hidráulica que les estaba chafando. Se pasaba por el supermercado en chanclas, camiseta ancha y sombrero de paja, de esos que ponen el nombre de alguna cerveza de propaganda, con un aspecto desaliñado y asimétrico.
Se levantaban tarde, desayunaban un café aguado con galletas baratas, comían sándwiches y patatas de bolsa y cenaban cualquier cosa que quedara en la nevera, a horas bastante tempranas. Los vecinos, comúnmente extranjeros y de alquiler, que durante las dos o tres semanas que ronroneaban por el pueblo estarían tan despistados como el matrimonio, también tenían durante un tiempo un horario parecido, aunque sin trabajar. Está claro que Pérez y su mujer vivían en una especie de vacaciones perpetuas, adormilados, sin conocidos en el poblado estacional, sin amistades ni cosas que hacer en los fines de semana. No se sentían solos, de todos modos. De hecho sería sorprendente que sintieran algo aparte del deseo de dormir, comer, dormir, comer... Todo un paraíso, ¿verdad? Una utopía. Beberse una cerveza caliente de las que están en oferta con un ventilador a máxima potencia desfigurándote la cara mientras ves una telenovela en un televisor viejo, sucio y feo. Tampoco es que hubiera nadie para juzgar su estilo de vida. La mesa del salón tenía unos cuantos periódicos viejos, revistas con manchas de comida y todo tipo de objetos varios: conchas, piedras, décimos de lotería, papeletas de rifas de peluches de la feria, descuentos para comer en locales de comida rápida, anuncios de muebles... No se identificaba la mesa bajo todo ese estropicio.
Una tarde, durante la última semana de agosto, Pérez se fue en bicicleta hacia un acantilado que había muy cerca de la zona urbanizada. Estuvo disfrutando de las vistas: las playas en las que cada vez había menos gente, las gaviotas que no paraban de chillar y revolotear alrededor del pequeño puerto, todos los turistas que agarraban el volante para huir de aquel breve descanso de su rutina para volver a su vida, su trabajo, su familia... Eran meros desconocidos, que venían, se iban, formaban el grueso de la población estival y a su paso no dejaban recuerdos, ni nombres, ni nada. Todo se convertía en un sueño al volver en otoño. Los dueños de los establecimientos hoteleros se frotaban las manos con ansiedad, sin miedo a que los que permanecían en la localidad notaran ese vacío de experiencias y de gente que abandonaba una vez que recordaban la rutina – claro, que los pescadores que durante el verano no eran más que maniquís y curiosidades para los turistas volvían a sentirse libres.
Pero Pérez no era pescador. Pérez ya no era nada, era un simple turista al que se le había escapado el tren de vuelta, un mero destello de lo que parecía un sueño pasajero. Él no se sentía libre, sino solo. Estaba atado a un pueblo sin futuro, un nido de golondrina que se rompía una vez que estas desaparecían durante una temporada. Él se había convertido en un pirata sin barco, de capa caída, que ya no podía volver al mar ni veía el horizonte más allá de la costa. Por eso, una vez que saltó del acantilado para estrellarse contra las rocas del fondo no murió. Su mujer no veía más lejos de la bolsa de patatas y la lata de cerveza caliente de la mesa. El pueblo permanecía imperturbable, tranquilo, pausado, atenuado por el ruido de las olas.
Justo antes de caer, extrajo de su bolsillo lo que parecía ser un trozo de queso que se había quedado allí algún día de la semana. Lo mordisqueó sin interés mientras se precipitaba hacia el abismo mientras pensaba que se había dejado la bicicleta sin cadenas y que cualquiera que pasaba la podría robar. ¡Menuda mala suerte! Tampoco es que fuera de muy buena calidad. De hecho, estaba algo oxidada por los años y la sal y la rueda de atrás estaba muy machacada. Sonrió, recordando cómo había entrado en el quiosco de la plaza Barcelona y cogió la revista del corazón con la que regalaban una gorra y salió sin pagar. Claro que, pensaba mientras fruncía el ceño, no se había leído la revista todavía y la gorra tampoco la había estrenado. Tras perdonarse por ese desliz se repite que ya habrá tiempo para todo eso, abriéndose la cabeza en dos con una de las grandes rocas que sobresalían por encima del agua.

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